Testimonio de Elba Santana
Nací para la década de los años 40 en el siglo pasado. Época de pobreza y gran necesidad en la Isla, con mucha emigración a los Estados Unidos, primordialmente para trabajar en fincas de diferentes estados. Mi padre también emigró, para vivir experiencias y condiciones inhumanas que le marcaron. Mi madre, sacada de la escuela en los grados primarios, tuvo que aprender a cocinar y atender a sus hermanos menores; a ser fuerte ante las adversidades. Creían y confiaban ambos en Dios. A su modo se comunicaban con Él, pero ninguno fue práctico en la religión. Creo que tenían la “fe del carbonero”, sin cuestionamientos ni remilgos ni condicionamientos ante lo que pensaban era la Voluntad de Dios en sus vidas.
Mi formación religiosa estuvo a cargo de los catequistas en los barrios donde me crié y desarrollé. También tuve maestros en la escuela pública muy comprometidos e íntegros en su profesión. Padre Edmundo, Redentorista, siempre buscaba a los niños de todos los sectores de Mayagüez para mostrarles la riqueza y belleza del cristianismo.
Más tarde me relacioné con los monjes benedictinos. Padre Agustín y Padre Pascual me prepararon para hacer la primera comunión a los 12 años. Perteneciendo a la Parroquia del Sagrado Corazón que ellos atendían, fui miembro de las Hijas de María y dela Legión de María.
Anécdota que quiero compartir: Fui confirmada antes de nacer, como Juan el Bautista. Cuando ingresé en el Instituto, fui a buscar mi certificado de Confirmación. Allí aparecía como fecha de nacimiento, el 25 de marzo; y bautizada y confirmada un 28 de marzo, por el Obispo de Ponce. Lo raro era que en mi acta de nacimiento aparecía otra fecha de nacimiento: 5 de abril. Explicación: Cuando mi padre fue a inscribirme en el Registro Demográfico, ya se había vencido el tiempo para hacerlo, lo que conllevaba una multa. Mi padre, por supuesto, no tenía el dinero, así que me asignó una fecha cercana al trámite de la inscripción: 5 de abril.
Dios siempre se las arregló para mostrarme su amor, cuidados y preocupación
por mí: padres responsables y amorosos, sin dejar de ser exigentes con mi conducta, deberes escolares, tareas en el hogar, respeto hacia los demás, servicio generoso… Siempre tuve buenos vecinos, que algunos eran como parte de mi familia. Los sacerdotes con los que me relacioné, se preocupaban por la salud espiritual y la formación de sus fieles; eran cercanos, respetuosos; estaban llenos de la presencia de Dios y de su Espíritu.
También las Siervas de María influyeron en mi carácter con su alegría y entrega en el apostolado a los más pobres e indefensos. Con ellas visitaba, los sábados en la mañana, los residenciales públicos (caseríos) para acompañar, aliviar la soledad, las necesidades físicas y espirituales siendo presencia de Jesús y dela Iglesia entre ellos.
Al inicio de los años 60 ingresé al CAAM (Colegio de Agricultura y Artes Mecánicas), Colegio, hoy RUM. Me invitaron el primer Impacto (Primer Semestre del Curso 1966-67) en el Centro de Formación Apostólica y Social Pablo VI, en el Bo. Miradero. Me quedé con la maletita preparada, porque tuve examen y no pude subir. Cuando dieron el segundo (en el Segundo Semestre, marzo del 1967), yo era parte del grupo.
Dios había preparado mi corazón durante años con muchas experiencias, entre ellas la muerte de mi padre, que me habían fortalecido y enriquecido. Cuando en el retiro escuché la charla sobre el Hijo Pródigo, le descubrí a Él como Padre amoroso, lleno de compasión, de misericordia y ternura por sus hijos. ¡Y yo era una de ellos! El ardor que sintieron los Discípulos de Emaús al escuchar las palabras de Jesús que les acompañaba en su camino, llenó mi interior; una “sed” insaciable, mi alma.
Hablaba con compañeras del grupo apostólico de la Juventud Estudiantil Católica (JEC), al que pertenecía en la universidad, de lo que sentía. Una de ellas, Ivette López, me escuchó con mucha atención y habló con Millie Flores, otra del grupo. Ambas pertenecían a la Pía Unión Achies Christi, un instituto secular, del que yo no tenía ni idea. Ellas se sonreían y me miraban de un modo especial al relatarles cómo me sentía, lo que me estaba pasando.
Terminando la universidad, un día, Raquel Rodríguez en un paseo en carro hasta Aguadilla, me habló de qué era una consagración a un instituto secular. Mi madre (viuda) y yo, vivíamos juntas. Yo no quería dejarla sola. En esta llamada del Señor me seguía mostrando su infinito amor. Esta vocación me permitía servir y consagrarme a Dios en mi vida diaria, sin dejar a mi familia, en lo que realizaba diariamente en el mundo. Era florecer donde estaba plantada. La alegría por este descubrimiento y este don, esta llamada de predilección no se puede describir. Lo sientes, lo vives y los transmites con tu vida.
Este verano, Dios mediante, celebro mis 50 años de consagración en el Instituto Secular Hermandad de Operarias Evangélicas, nombre con el que la Santa Sede nos aprobó. ¡Que Dios sea siempre glorificado!
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